Sergio Cararo, Contropiano.org
Es difícil descartar como normal el hecho de que casi 100.000 personas hayan muerto por Covid en los últimos meses. Y también es difícil acostumbrarse a los centenares de muertos de los que se informa de forma insoportablemente aséptica en los boletines diarios.
Se registran cientos y miles de muertes. Es como si cada día desapareciera un pequeño pueblo o dos o tres bloques de pisos en una gran ciudad. Podemos permitirnos cualquier cosa menos aceptarlo como inevitable.
El hecho de que el número de muertes y contagios sea también elevado en otros países capitalistas europeos o en EEUU es un hecho, pero desde luego no es un consuelo. En otros países con sistemas sociales diferentes, no es sólo esta contabilidad macabra lo que es diferente, es sobre todo el espíritu con el que se ha afrontado y se afronta la pandemia, lo que está marcando la diferencia.
A esta contabilidad inaceptable habrían querido acostumbrarnos, en cambio, los que decían que había que “vivir con el virus” apoyándose en la “inmunidad de grupo” -incluso cuando no había vacunas-, pero omitiendo el lado oscuro de este planteamiento: la selección natural en la que perecen los más débiles y sobreviven los más fuertes. Sin embargo, esto es a lo que nos estamos acercando, aunque sigamos negándolo.
A veces, y de forma impropia, se ha hablado de la pandemia como una guerra contra un “enemigo invisible”. Pero en la guerra, como es bien sabido, todas las reglas morales se trastocan y todo se pliega al estado de necesidad.
Por eso cada vez es menos sorprendente que la lógica de los médicos de guerra -salvar a los que tienen posibilidades de sobrevivir y dejar marchar a los que tienen menos o menos- acabe convirtiéndose en la norma y no en la excepción
Y no por la perfidia de los médicos, sino porque es el contexto el que empuja cada vez más a la consecución de un umbral de normalidad que ha elevado cada vez más el listón del cinismo y la selección sobre los seres vivos.
Luego está el dato social que viene a juntarse con el sanitario, en muchos aspectos. El mantenimiento de las medidas restrictivas y de precaución afecta a las actividades económicas, tanto por los cierres y las limitaciones, como por los recursos que deberían destinarse a la salud pública, y por los efectos depresivos sobre la población que desincentivan el consumo y las actividades sociales.
Por último, en este aspecto, está la diferencia entre pandemia y sindemia que muchos todavía se empeñan en negar o eliminar: los contagios son más extensos y letales en los sectores sociales más pobres que en otros, en los barrios populares que en otros.
Aquí y allá nos enteramos de que algunas personas ricas y famosas, o incluso personas que no proceden de la clase trabajadora, se han contagiado, pero en el recuento de muertes no hay ninguna, salvo en casos decididamente excepcionales.
Así, incluso el virus, aun siendo un problema objetivo, tiene su propia dimensión de clase, tanto en lo que se refiere a los sujetos que se ven afectados con mayor violencia, como en las soluciones que se adoptan para afrontarlo. Una cosa es sobrellevar las cuarentenas repetidas en casas grandes, con jardín, con abundantes servicios (por ejemplo, conexión u ordenador) y otra muy distinta es sobrellevarlas en casas pequeñas, sin balcones, en ausencia o escasez de servicios. Estar obligado a utilizar el transporte público para desplazarse o ir al trabajo es una cosa, y poder contar con tu propio transporte es otra. En esencia, nunca hemos estado ni estamos “en el mismo barco”.
Después de casi un año desde los primeros síntomas de la pandemia (la OMS lo anunció ya el 5 de enero de 2020), ¿en qué punto nos encontramos en esta inevitable complejidad de una pandemia imprevista e imprevisible?
– Ahora hay demasiados muertos e infectados en comparación con lo que podría considerarse el precio fisiológico de una pandemia para los países avanzados del mundo capitalista.
– El tiempo perdido y las cosas no hechas por las autoridades en cuanto a instalaciones sanitarias, contratación del personal necesario, transporte, durante los meses de respiro entre la primera y la segunda oleada, hicieron que esta última fuera más letal que la anterior;
– Las medias tintas tomadas en los últimos meses de 2020 consiguieron producir graves daños económicos, escasos resultados en cuanto a la contención de la pandemia y una completa desorientación de la sociedad sobre los retos a afrontar. El caudal de credibilidad ganado por el gobierno en la primera ola se ha disipado por completo en la segunda. Pero si el gobierno tiene sus responsabilidades, una espada aún más afilada debería caer sobre los presidentes de las regiones y sobre aquellos que, en 2001, quisieron cambiar el Título V de la Constitución, dando así mayores poderes a las regiones, que se han confirmado como un desastre insoportable en el momento de la emergencia a nivel nacional;
– El carácter “salvífico” de las vacunas aún tendrá que afrontar un largo periodo antes de ser efectivas. Así que las autoridades nos dicen que tendremos que “vivir con el virus” -y sus consecuencias sanitarias, económicas, psicológicas y sociales- durante meses y meses todavía. La única actividad social permitida es la vinculada al proceso de producción (para los que tienen un trabajo), todo lo demás está negado, incluso dentro de las paredes del hogar. No sólo. Los datos que apenas en estos días han sido expuestos por las autoridades políticas y sanitarias en todas las sedes, confirman que la situación parece muchas veces fuera de control y en continuo riesgo de colapso de las instalaciones hospitalarias, a pesar del auspicioso apellido de la Ministra de Sanidad. En definitiva, la triste y feroz doctrina del “producir, consumir, rajar” parece ser el único horizonte que se pone a disposición de la sociedad;
Por último, pero no por ello menos importante, toda una clase política formada por ministros, subsecretarios, presidentes autonómicos, parlamentarios, en un contexto infernal como éste, ha demostrado -o más bien confirmado- su calvicie
Trabajamos para que cuanto antes una parte de esta clase política vaya a juicio por las decisiones tomadas en los últimos meses. Y no sólo en los tribunales, sino también en las calles.
Se lo debemos a los más de ochenta mil muertos que ya se han producido, pero también se lo debemos a los millones de personas que viven y habitan este país.