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Rete dei Comunisti, Cambiare Rotta – organizzazione giovanile comunista, Opposizione Studentesca d’Alternativa (OSA)
Las movilizaciones en Perú, tras el golpe de Estado por el que la oligarquía peruana depuso -o más bien intentó deponer– al presidente Castillo, no muestran signos de remitir.
Y aunque el estallido social no parece haberse detenido desde mediados de la semana pasada, la represión está dando una aceleración decisiva a los acontecimientos, elevando a ocho el número de víctimas de los enfrentamientos callejeros -en su mayoría jóvenes y muy jóvenes del Perú profundo-, además de un considerable número de heridos. La mitad de las muertes se produjeron en Andahuaylas, una remota región andina.
El general Víctor Zanabria ha anunciado que, debido al nivel de violencia de los grupos de manifestantes, la policía elevará el nivel de respuesta recurriendo al uso de balas de goma, una medida que no hará sino aumentar el nivel de conflicto y alejar las ya escasas posibilidades de una solución política de lo que parece ser, en efecto, el comienzo de una insurrección masiva.
Según fuentes policiales, los cortes de carretera que caracterizan las movilizaciones populares están paralizando las arterias de circulación en 13 de las 24 regiones del país.
Y precisamente el martes se bloqueó otro aeropuerto, el tercero en menos de una semana, el aeropuerto internacional de Cusco.
Pedro, desde su detención provisional, hace un llamamiento a los militares y a la policía para que cesen la represión contra los manifestantes y culpa de la actual matanza a la presidente “usurpadora“, que llegó al poder tras su derrocamiento a raíz del golpe de Estado instigado por la derecha oligárquica y prooccidental.
El antiguo profesor y activista sindical de una de las regiones más pobres de los Andes, que fue elegido presidente en el verano de 2021 con la formación progresista Perú Libre, declaró desde su detención: “no renunciaré ni abandonaré la causa del pueblo que me trajo hasta aquí“.
En una declaración conjunta, los gobiernos progresistas de México, Colombia, Bolivia y Argentina expresaron su profunda preocupación por la detención de Castillo y pidieron que se respete la voluntad del pueblo.
Repasemos los convulsos acontecimientos de la última semana.
El pasado miércoles, 7 de diciembre, el Congreso peruano había aprobado la moción de destitución del presidente Pedro Castillo por “incapacidad moral permanente“, votada por una abrumadora mayoría de 101 diputados, con 10 abstenciones y sólo 6 votos en contra.
Una decisión tomada después de que Castillo, pocas horas antes de enfrentarse a otra moción que intentaba destituirle, anunciara la disolución temporal del parlamento, el establecimiento de un “gobierno de excepción” que procedería por decreto y la promulgación de un toque de queda.
Un “gobierno de excepción” que debía reorganizar la fiscalía y el poder judicial y conducir al país hacia la celebración de nuevas elecciones para una Asamblea Constituyente en un plazo de nueve meses.
Era la tercera vez en los 16 meses de presidencia de Castillo que el Congreso, a instancias de la derecha oligárquica que históricamente ha gobernado el país, intentaba un procedimiento de este tipo: el primero fue en diciembre del año pasado sin resultado alguno, el segundo en marzo de este año, recibiendo 55 votos a favor.
Tras su despido, Pedro fue detenido por la Policía Nacional en Lima y puesto en una especie de prisión preventiva para impedir que él y su familia pidieran asilo en el México del presidente progresista Lopéz Obrador, hipótesis confirmada más tarde por las propias autoridades mexicanas. La solicitud se realizó supuestamente debido a una persecución judicial infundada de carácter político.
La Fiscalía General del Estado ha presentado una querella criminal ante el Ministerio Público contra Castillo por la presunta comisión de los delitos de “sedición, abuso de funciones y alteración grave del orden público” y se están ejerciendo otras acciones legales contra él. La acción judicial también incluye a la ex jefa del gabinete ministerial Betssy Chávez y al ex ministro de Defensa Willy Huerta.
La vicepresidenta Dina Boluarte, que se había opuesto a la decisión de establecer un “gobierno de excepción“, asumió el papel de jefa de Estado, jurando su cargo el miércoles.
La nueva presidente -al que Castillo calificó más tarde de “usurpadora“- pidió inmediatamente una tregua política para establecer un gobierno de “unidad nacional” y redimir al país del “desgobierno y la corrupción“.
Boluarte, que el jueves había descartado la posibilidad de elecciones anticipadas, diciendo que gobernaría hasta 2026, pronto tuvo que cambiar de opinión al estallar las protestas que exigían el cierre del Congreso, la liberación de Castillo y nuevas elecciones.
El lunes, dijo que convocaría elecciones para abril de 2024, sin calmar realmente las aguas, y también declaró que procedería con celeridad en competencia con las fuerzas a profundas reformas del sistema político, presentando sus propias propuestas en días.
Ya el viernes, se mostró dispuesta a considerar la celebración de elecciones anticipadas, pero dijo estar en contra de promover una asamblea para cambiar la constitución ultraliberal adoptada durante la dictadura de Alberto Fujimori en 1993, cuya hija fue la aspirante derrotada por Castillo en las elecciones presidenciales de 2021.
Bloqueos de carreteras, marchas populares, e incluso la ocupación del aeropuerto de Andahuaylas en la región de Apurímac -uno de los epicentros de la insurgencia actual- y del aeropuerto de la ciudad de Arequipa, son las formas de lucha adoptadas.
Las organizaciones sociales de la región han anunciado el inicio de un “paro indefinido a partir de este lunes 12 de diciembre” hasta que se atiendan las demandas de los insurgentes.
Boluarte declaró el estado de emergencia durante dos meses en las zonas donde la población se ha sublevado.
Las acciones de protesta se multiplican en este levantamiento general que pretende llegar a la capital desde diversas partes del país y marcar la distancia insalvable entre la población y la oligarquía prooccidental.
Se trata de un golpe de Estado, el organizado por grupos industriales, junto con muchos miembros de la élite peruana y dirigentes de partidos de la oposición de derechas, que tuvo una gestación de año y medio. De hecho, fue en junio de 2021 cuando un maestro de escuela rural, hijo de campesinos, fue elegido Presidente de uno de los Estados latinoamericanos tradicionalmente más cercanos y que más han sucumbido al neoliberalismo del “gran hermano” norteamericano. En aquel momento, la magnitud del giro fue bien recibida por una de las principales potencias económicas de Perú, que había lanzado un llamamiento para “echar al comunismo del país”, desestabilizando al máximo al nuevo gobierno.
Pero es importante recordar que aquella victoria electoral formaba parte de la poderosa ola progresista continental que, en diversas formas y facetas, sigue transformando la faz de América Latina. La Bolivia de Arce y Morales, la Venezuela de Maduro, el Chile de los levantamientos por una Nueva Constituyente, y más recientemente la histórica victoria del Pacto Histórico en Colombia y la elección de Lula en Brasil, son acontecimientos que cambian objetivamente el escenario internacional y dan nueva vida a las luchas progresistas de todo el continente.
Al igual que en Perú, en todas estas experiencias las oligarquías y los sectores de la sociedad más estrechamente vinculados a Estados Unidos no se han quedado de brazos cruzados. Podríamos enumerar los intentos de desestabilización, los preparativos de golpes de Estado suaves o militares, los ataques económicos y las presiones diplomáticas que preocupan a todo gobierno no alineado con el gigante del norte; a toda elección inoportuna, a todo movimiento no considerado legítimo, le sigue siempre un ataque a los intereses de las clases populares.
De todos estos acontecimientos se desprende que Sudamérica es un importante campo de batalla del choque de clases mundial, donde se enfrentan fuerzas e intereses incompatibles y opuestos. En una campaña política de hace unos años, señalamos a América Latina como el eslabón débil del imperialismo, y también afirmamos que el significado general del momento histórico -que se refleja e inevitablemente se define en cada contexto individual- conducía inevitablemente a una elección de campo entre el socialismo o la barbarie. Una elección que es por su propia naturaleza descarnada, sin matices, e hija de profundas rupturas históricas.
En este sentido, todo líder de movimiento, todo presidente progresista, tiene la necesidad y el deber de mantenerse fiel al bloque social que le empujó, por así decirlo, “desde abajo” hasta el punto de desafiar a las oligarquías y a las élites dirigentes, a veces contra su propia voluntad. En esto, tal vez, Pedro no pudo o no supo enfrentar el desafío a fondo: la salida de Perú Libre, los constantes reacomodos del gobierno, los pedidos de ayuda a la Organización de Estados Americanos, uno de los tradicionales perros guardianes del imperialismo norteamericano, probablemente tranquilizaron a las oligarquías del país, al punto de hacerlas sentir seguras de que podían proceder a la acusación y arresto del presidente.
Las duras manifestaciones populares y campesinas de estos días nos dicen, sin embargo, que esta historia aún no ha terminado. En Perú continúa el choque entre intereses sociales irreconciliables, un choque que de vez en cuando adopta formas e intensidades diferentes: ha habido elecciones, ha habido gestión de gobierno, ha habido golpe de Estado, ahora están las plazas y los pródromos de una guerra civil de desenlace incierto.
Un pueblo consciente sabe que aquellos que temen perder sus privilegios seculares, y sus titiriteros norteamericanos y europeos, no cederán aunque tengan el cuchillo en la garganta.
¡Libertad para Pedro Castillo!
¡Fin de la represión!
Con el pueblo peruano, ¡contra las oligarquías al servicio de EE.UU.!